Mundo amorfo
3
Cuando a mi familia le pasó por encima esta aplanadora,
Luciano fue mi salvavidas. Me ayudó a darle forma a mi mundo amorfo y me dio
una excusa para seguir creyendo en que la vida puede ser una experiencia digna.
Mi primer amor.
No sé si me habría enamorado de él en otras circunstancias,
y con ese criterio tampoco sé si habría nacido (por momentos creo que mis
preguntas existenciales me complican más de lo que me resuelven).
Su cuerpo morrudo me hacía sentir protegida y con las
miradas en la nuca cada vez que entrabamos a un espacio público; y confieso que
eso ponía de fiesta a mi costado artista, que tenía escondido.
Me hacía bien, porque yo estaba muy mal. Hoy no elegiría a
una persona incapaz de manejar sus sentimientos, pero nada mejor que un
individuo con esas características para que me despegara de la tragedia.
Me llevaba cinco años, eso lo hacía más atractivo. Perdón,
me lleva: no murió. Cada vez que hablo de un ex no sé qué tiempo verbal usar,
porque es como si no existiera, aunque viva.
Cuando estábamos bien, sonreía poco, pero él decía que
estaba feliz. Cuando estábamos mal, mantenía el mismo gesto. Había una especie
de desconexión entre su estado y su rostro.
Me miraba con sus ojos miel y me daba la sensación de que
tenía superpoderes. Cada vez que escuchaba un “te amo” se me paralizaba el
mundo.
Tenía un diente en cada barrio, y si bien no nunca me lo
manifestó, se percibía a varios kilómetros su complejo, su talón de Aquiles. Su sonrisa, que aparecía
muy rara vez, yo la dibujaba con mi mente.
¿Cómo alguien que te hace sentir tanto puede llegar a
convertirse en nada?
Obsesivo con su imagen al punto de que su barba casi que no
conocía el sol. Se afeitaba sin parar. Podía olvidarse de mi cumpleaños, pero
no de ir al gimnasio. Entrenaba y jugaba al fútbol todas las semanas, pero se
negaba a ponerse aparatos fijos, porque “qué iban a pensar de él”.
Una noche fuimos a una reunión y empezó a cargar uno de sus
amigos con que tenía panza de borracho y algunos kilos de más. Su amigo y le
dijo:
—¿Sabés cuál es la
diferencia entre vos y yo? Vos con este cuerpo estarías en tu casa deprimido. Y
yo, así como me ves, salgo con chicas todos los fines de semana. Dependés de
tus músculos para todo. Yo no los necesito, porque la diferencia entre vos y yo
es la actitud.
Pude
sentir el dolor de en ego por telepatía. Y le brindé mi “no ayuda” diciéndole:
“No te preocupes, amor, es un tarado”.
Pero ese
pibe tenía razón, y si algún día me lo llego a cruzar, lo abrazo.
Luciano
era del tipo de personas a las que les pone feliz tener una foto para subir al Fotolog. Sin importar lo que le pasara por dentro, siempre me prestó su hombro
para dejar mis tristezas. Sus abrazos me hacían sentir que Buda existía.
Compartimos
dos años. Un lindo año y medio, con vacaciones, cumpleaños y mi primera
experiencia con una suegra. Y medio año tedioso. Comencé a notar algunas
actitudes raras. Una tarde pasé por una confitería y l@s vi merendando.
Luciano y Maite, él sonreía y se
acomodaba el pelo, y ella lo miraba de a ratos con los ojos vidriosos. Me quedé
unos minutos atrás de la ventana, pero se ve que la charla era lo
suficientemente interesante como para ignorar cualquier estímulo externo,
porque ni me vieron.
L@s presenté al mes de comenzada nuestra relación, y a
partir de entonces pasamos mucho tiempo l@s tres juntos. Ambos fueron fundamentales
para rescatarme de un duelo y zambullirme en otro.
Unas horas después de que observé la escena, vino a casa y
le pregunté con desinterés: “¿Qué hiciste hoy?”. Y me dijo: “Nada, estuve en
casa aburrido”. Si me hubiese dicho: “Merendé con Maite”, le habría dicho
algunas palabras desagradables, pero me mintió.
Opté por el “Andate de mi casa” más sincero que dije jamás.
Él no entendía nada, y la verdad es que yo tampoco sentí ganas de explicarle.
Por aquellos años no estaban de moda el yoga ni la meditación, así que me vi
obligada a usar mis propias técnicas impulsivas. Llamé a Maite desde el
teléfono de mi casa y le propuse juntarnos en el Parque Rivadavia, donde
solíamos charlar mirando el cielo algunos domingos, mientras Fido intentaba
preñar alguna perra callejera. Aceptó con rapidez.
La comunicación no iba a la orden del minuto a minuto, y
por la tranquilidad con la que sacó el mate y dispuso a charlar supuse que
Luciano no le había llegado a contar sobre “la gran echada”. Recuerdo que
respiré hondo, miré para arriba, y cuando vi que el sol se estaba yendo a
dormir, le pedí fuerzas a la luna.
—¿Qué te pasa,
“Fidelita”? —así me llamaba.
—Nada.
Respiré hondo de nuevo.
—Me gustaría que me
seas since-... —me interrumpí—. ¿Te gusta Luciano?
Su cara se transformó.
—No, no, no, no, ¿qué
estás diciendo?
Después de ver su primera reacción, mitad sonrojada, y la otra mitad entre tartamuda y una especie de “intento disimular esas dos, pero las potencio”, empecé a confiar un poco más en mí.
Después de ver su primera reacción, mitad sonrojada, y la otra mitad entre tartamuda y una especie de “intento disimular esas dos, pero las potencio”, empecé a confiar un poco más en mí.
Me levanté en
silencio, y con la dosis más potente de calma a la que pude aspirar, agarré la
cuerda de Fido (casi lo ahorco) y caminé hasta Almagro.
Así me separé de
Luciano. Los meses posteriores me mostraron que no fue por Maite. Ya estábamos agonizando.
Discutíamos día por medio, y yo experimentaba como mínimo diez horas del día de
mal humor. Responsabilizaba a la
ausencia de mi papá y al sentimiento de culpa de mi subibaja emocional, y
cuando más necesitaba que me abrazara más lo alejaba.
Luciano estaba en
otra, o con otras, y yo lo negaba tal como mi mamá me había enseñado. Alguna
que otra tarde me encontré llorando en mi casa y ella me vio; trataba de
consolarme con algunas frases realistas y desafortunadas de madre:
—¿Justo con mi amiga
tenía que meterse?
—Tan amiga no sería.
—Es que yo lo amaba
mucho.
—No te preocupes,
hija, ya vas a conseguir a otro, son todos iguales.
Creo que las madres y
los padres deberían hacer un curso de “Consejos prácticos para hij@s”, para
evitar que nos arrepintamos de escucharl@s.
Haber vivido algunos
eventos desafortunados me enseñó a no desesperar y a ver la copa medio llena,
aun cuando el vino se rompió.
La pareja Luciano-Maite
sigue viva, y me alegra haber podido transmutar el odio y sentir que les deseo
lo mejor. Me entero de algunos chismes (que él la engaña, que ella vive
angustiada hablando de su relación y tomando antidepresivos) por amigos en
común y porque hasta hace un año entraba a sus redes sociales (además del
cigarrillo, dejé otros vicios como ese).
Una vez los crucé en la
calle, pero bajaron la mirada cual católic@ cuando se va a confesar.
Mi camino se dirige
hacia otro lugar.
Pero lo cierto es que,
por esos días, inauguré pesadillas, pañuelos de papel y mi primera visita al
consultorio de una mujer desconocida a quien terminé contándole mis más
profundos secretos.
Comentarios
Publicar un comentario