Una dosis de dolor


13

Le dediqué meses en las charla con mis amigas. Me preguntaba una y otra vez qué era lo que había hecho mal para que se enamorara de otra y no de mí. Me torturaba con cuestionamientos que no tenían respuesta. Le dediqué insultos, estados de Facebook, mi ego completo y unas cuantas poesías.
Hubo una noche especial en la que dormir se me hizo imposible; daba vueltas en la cama, cambiaba de lugar la almohada, prendía y apagaba la tele, subía las piernas y las bajaba. Necesitaba dormir una semana entera, pero mi mente siempre se caracterizó por la rebeldía, y cuanto más le ordeno, menos hace.
Revoleé el despertador ofuscada. Me senté y miré el cuaderno y la lapicera que había sobre mi escritorio. Y no lo dudé, fue automático. Empecé a escribir bitácoras sin parar. Había pasado una hora y yo seguía en esa actividad como si una parte de mí lo necesitara. Llené unas diez hojas. Y aunque no se podían leer con facilidad, así estaban también mis pensamientos: confusos. Odiaba al mundo entero y eso era lo que transmitía mi mano. Luego de diez hojas, todo eso que se había gestado dentro de mí ya estaba afuera. Tenía ganas de seguir escribiendo sobre todo lo que aún no podía explicarme. No conseguía darles tierra a mis emociones, que me hacían volar al punto de perder la razón.
Así, se hicieron las 7 de la mañana. Agarré mi teléfono y tipeé: “No te creo, no te creo nada. Si no te pasa nada conmigo, ¿por qué duramos tanto tiempo?”. Leí la pantalla como veinte veces; y cuando mi dedo estaba por apretar “Enviar”, se me cayó el control remoto del tele al piso, me asusté, y por reflejo se me cayó también el teléfono. Entendí perfecto el mensaje, era como si Antonella me estuviese diciendo: “¿Qué hacés, pelotuda?, ¿Dónde dejaste tu dignidad? Soltá ese teléfono”.
Desde entonces, cada vez que agarro el control remoto y veo la rota la tapa donde van las pilas, me acuerdo de esto y le agradezco por salvarme de otro papelón.
Esa noche, después de entender que en mi estado de euforia y vulnerabilidad no era conveniente tener el celular a mano, volví al papel.

Necesito un rato más de vos,
mirarte, tocarte y mentirte.
Necesito un poco de tus abrazos,
llenarme de tu escasa voz.

Necesito confesarte lo que me guarde,
ocultarte lo que mostré.
Necesito un pasaje a tu cuerpo,
llenarme de tus silencios.

Necesito que me escuches,
intuir lo que callás.
Necesito prenderme fuego,
necesito que me hagas mal.

Mi primer intento de poesía me aclaró la cabeza. Entendí me resultaba algo atractivo el dolor. “Necesito que me hagas mal”, leía una y otra vez. ¿Necesito que me haga mal? ¿Por qué necesito que me haga mal? ¿Me volví adicta al dolor? ¿Qué tiene de positivo pasarla mal? ¿Qué trae de maravilloso el dolor, que lo necesito tanto? En mi cabeza había una guerra de preguntas; todavía no les encontraba respuesta y eso me molestaba. Me avergüenza confesar esto, pero llegué a despreciarme por no tener las tetas de la chica con la que él estaba saliendo. (La conocía porque, obviamente, que la busqué por todas las redes sociales y conseguí hasta su DNI).
El patriarcado estaba más fuerte que nunca, gobernaba mi cabeza y me hacía odiar a una mujer que no tenía nada que ver con mi dolor.
Yo sabía que ese amor me hacía mal y ahora me sentía libre, en parte, pero también sentía mucho más dolor que antes. Entonces ¿sería que no me hacía tan mal?
Sola, en mi habitación de la infancia, miraba el techo sin tener a quién escribirle o en quién depositar mi adrenalina del día. ¡Eso, la adrenalina es como una droga! Me generaba adrenalina salir con alguien y no saber qué iba a pasar. Me ponía en un estado de constante ansiedad, de nervios, que se me había vuelto adictivo. El tiempo que duró nuestro “intento de relación” viví acelerada. Hacía todo rápido. Mis compañeras de trabajo me lo hacían notar: “Fidelina, ¿qué te pasa? ¡Se te cae todo!”, y yo: “Nada...”, pero por dentro sabía que no estaba bien.
Esa noche él ya no estaba conmigo. La ansiedad y la incertidumbre habían desaparecido. Me quedaban su recuerdo y un hueco: el de la adrenalina que ya no sentía, y que ahora quería llenar con las respuestas a una sola pregunta: ¿Por qué necesito que me hagan mal?



Comentarios

Entradas populares de este blog

Game over Frida

El juego de la energía