Una dosis de dolor
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Le
dediqué meses en las charla con mis amigas. Me preguntaba una y otra
vez qué era lo que había hecho mal para que se enamorara de otra y
no de mí. Me torturaba con cuestionamientos que no tenían
respuesta. Le dediqué insultos, estados de Facebook, mi ego completo
y unas cuantas poesías.
Hubo
una noche especial en la que dormir se me hizo imposible; daba
vueltas en la cama, cambiaba de lugar la almohada, prendía y apagaba
la tele, subía las piernas y las bajaba. Necesitaba dormir una
semana entera, pero mi mente siempre se caracterizó por la rebeldía,
y cuanto más le ordeno, menos hace.
Revoleé
el despertador ofuscada. Me senté y miré el cuaderno y la lapicera
que había sobre mi escritorio. Y no lo dudé, fue automático.
Empecé a escribir bitácoras sin parar. Había pasado una hora y yo
seguía en esa actividad como si una parte de mí lo necesitara.
Llené unas diez hojas. Y aunque no se podían leer con facilidad,
así estaban también mis pensamientos: confusos. Odiaba al mundo
entero y eso era lo que transmitía mi mano. Luego de diez hojas,
todo eso que se había gestado dentro de mí ya estaba afuera. Tenía
ganas de seguir escribiendo sobre todo lo que aún no podía
explicarme. No conseguía darles tierra a mis emociones, que me
hacían volar al punto de perder la razón.
Así,
se hicieron las 7 de la mañana. Agarré mi teléfono y tipeé: “No
te creo, no te creo nada. Si no te pasa nada conmigo, ¿por qué
duramos tanto tiempo?”. Leí la pantalla como veinte veces; y
cuando mi dedo estaba por apretar “Enviar”, se me cayó el
control remoto del tele al piso, me asusté, y por reflejo se me cayó
también el teléfono. Entendí perfecto el mensaje, era como si
Antonella me estuviese diciendo: “¿Qué hacés, pelotuda?, ¿Dónde
dejaste tu dignidad? Soltá ese teléfono”.
Desde
entonces, cada vez que agarro el control remoto y veo la rota la tapa
donde van las pilas, me acuerdo de esto y le agradezco por salvarme
de otro papelón.
Esa
noche, después de entender que en mi estado de euforia y
vulnerabilidad no era conveniente tener el celular a mano, volví al
papel.
Necesito
un rato más de vos,
mirarte,
tocarte y mentirte.
Necesito
un poco de tus abrazos,
llenarme
de tu escasa voz.
Necesito
confesarte lo que me guarde,
ocultarte
lo que mostré.
Necesito
un pasaje a tu cuerpo,
llenarme
de tus silencios.
Necesito
que me escuches,
intuir
lo que callás.
Necesito
prenderme fuego,
necesito
que me hagas mal.
Mi
primer intento de poesía me aclaró la cabeza. Entendí me resultaba
algo atractivo el dolor. “Necesito que me hagas mal”, leía una y
otra vez. ¿Necesito que me haga mal? ¿Por qué necesito que me haga
mal? ¿Me volví adicta al dolor? ¿Qué tiene de positivo pasarla
mal? ¿Qué trae de maravilloso el dolor, que lo necesito tanto? En
mi cabeza había una guerra de preguntas; todavía no les encontraba
respuesta y eso me molestaba. Me avergüenza confesar esto, pero
llegué a despreciarme por no tener las tetas de la chica con la que
él estaba saliendo. (La conocía porque, obviamente, que la busqué
por todas las redes sociales y conseguí hasta su DNI).
El
patriarcado estaba más fuerte que nunca, gobernaba mi cabeza y me
hacía odiar a una mujer que no tenía nada que ver con mi dolor.
Yo
sabía que ese amor me hacía mal y ahora me sentía libre, en parte,
pero también sentía mucho más dolor que antes. Entonces ¿sería
que no me hacía tan mal?
Sola,
en mi habitación de la infancia, miraba el techo sin tener a quién
escribirle o en quién depositar mi adrenalina del día. ¡Eso, la
adrenalina es como una droga! Me generaba adrenalina salir con
alguien y no saber qué iba a pasar. Me ponía en un estado de
constante ansiedad, de nervios, que se me había vuelto adictivo. El
tiempo que duró nuestro “intento de relación” viví acelerada.
Hacía todo rápido. Mis compañeras de trabajo me lo hacían notar:
“Fidelina, ¿qué te pasa? ¡Se te cae todo!”, y yo: “Nada...”,
pero por dentro sabía que no estaba bien.
Esa
noche él ya no estaba conmigo. La ansiedad y la incertidumbre habían
desaparecido. Me quedaban su recuerdo y un hueco: el de la adrenalina
que ya no sentía, y que ahora quería llenar con las respuestas a
una sola pregunta: ¿Por qué necesito que me hagan mal?
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