Game over Frida

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Fue en la época en la que salía con Luciano, cuando la angustia me había tomado de rehén. Recuerdo un fin de semana en el que no salí de mi casa ni de mi cama. Me levantaba a buscar agua y volvía haciendo “Pan y queso” sin alzar la mirada. Nada tenía sentido, y ahora, tal vez tampoco, pero en ese entonces no tenía ni la más mínima esperanza de que algo pudiera cambiar.
Mi mamá se fue a hacer las compras y aproveché para llorar a los gritos. Alba me tocó el timbre para ver si estaba todo bien y le dije que estaba ensayando una escena para una obra de teatro. Al otro día se encontró con mi mamá en el ascensor y le pregunto dónde hacía teatro, porque quería mandar a la nieta. Y entonces mi mamá me reprochó no haberle contado que hacía teatro. Esas eran las creaciones de Alba.
Me daba mucha vergüenza sentirme así y me volvía más neurótica no saber por qué. Mi familia estaba bien, tenía novio, amigas, y estaba en el último año del secundario, con lo cual me la pasaba planeando cómo juntar plata y festejando, sabiendo que se estaba terminando la etapa de la joda y que pronto empezaría la del terror. Si tuviese el poder de volver a esos años con la experiencia de ahora, erradicaría los festejos y propondría duelar un día entero por lo que vendrá.
Una parte de mí se adelantó. Quería parar de llorar y de pensar cosas horribles, pero cuanto más me lo proponía, menos lo lograba. Cerré la puerta de mi pieza con llave y agoté todo el líquido que había en mi cuerpo.
Ya deshidratada, mi hermana golpeó la puerta y me dijo:
-Nena, el teléfono -así nos tratábamos.
No le contesté.
-Es Luciano -agregó.
Me sequé las lágrimas y lo atendí como si no me pasara nada. Mostrarme tan vulnerable me aterraba. Me preguntó por qué tenía esa voz, y me justifiqué con un resfrío. No me daba miedo decir que estaba mal, me asustaba no saber qué responder cuando me preguntaran “¿por qué?”. Me dijo de hacer algo esa tarde, yo le dije que ya tenía planes con mi familia (y rogué que mi hermana no se lo cruzara y desenmascarara mi depresión).
Cuando corté, las lágrimas se habían petrificado y me sentía menos peor. Ese día aprendí un truco: si en vez de acrecentar mi angustia actúo que estoy bien, una parte de mí se lo termina creyendo. Eso me ayuda a reponerme.
Miraba fijo el techo: humedad a la izquierda, descascarado a la derecha, y un póster de Frida enfrente. No sabía mucho de ella, pero esa foto me gustaba, me transmitía paz. Tenía dos opciones: seguir llorando, o mirarla y pedirle que me ayude a encontrar la respuesta. Jamás me había sentido tan ridícula como la tarde en que le hable a un póster.
Así, por primera vez, entendí el sentido de las estampitas y los atriles que hacía mi mamá. Yo pensaba “esta vieja loca”. Para algunas personas, el dolor es tan insoportable que son capaces de hacer cualquier cosa con tal de no sentirlo; por ejemplo, hablarle a un póster.
Dos semanas antes de ese episodio le conté a una amiga que no me sentía muy bien y me dijo: “Gorda, no te preocupes, mañana nos ponemos en pedo y todo se pasa”. Esa respuesta me sacó las ganas de compartir emociones con mi entorno. No me cae bien generalizar, pero casi todas mis amigas eran de ese pensamiento. Y Fiorella, la única que podía regalarme unas buenas palabras, estaba ocupada con su nuevo novio.
También adquirí la destreza de camuflar los estados desagradables en mi casa. Mi familia tampoco podía comprender lo que yo sentía, así que prefería hacer como que estaba bien.
Me resultaba muy difícil encontrar con quien compartir el dolor sin que me dijera cosas indignantes o se pusiera de ejemplo por sobre mi relato. Necesitaba a alguien que me viera llorar y me contemplara en silencio. Frida lo sabía hacer muy bien. Me comprendía, lo leía en su mirada.
Con el tiempo me repuse de aquel fin de semana. No porque lo hubiera resuelto, más bien me entretuve con otras cosas. De vez en cuando tenía crisis que me llevaban a hablar con Frida, pero mientras yo experimentara sentimientos positivos, se convertía en un póster más.
Cuando terminé mi relación con Luciano, me había vuelto una persona intratable. Y entonces me vi obligada a pedir ayuda de verdad.

Gladys, mi psicóloga, desplazó a Frida. Llegué a su consultorio con la mochila llena de basura acumulada durante años.
Su lunar arriba del labio me hipnotizó, no podía mirar para otro lado por más que quisiera.
-Bienvenida, Fidelina, contame qué te trae por acá.
-Mi nov-... exnovio -contesté rudamente.
Se quedó callada, supongo que para que yo aportara alguna información más. Pero la impotencia es lo único que me saca las ganas de hablar.
-¿Qué pasó?
-Me dejó, se fue con mi amiga -le dije mirando fijo su lunar.
Se hizo un silencio incómodo.
-Mi mamá está deprimida.
-¿Y vos cómo estás?
-Mi papá falleció en un accidente hace dos años.

Comprendí muy bien su pregunta, pero me escapé hasta que no encontré más salida. Y entonces exploté en llanto.
Después de esas palabras mágicas, desapareció la tensión y pude empezar a salir del laberinto.
Tenía que decirlo, deseaba contarlo. Allí estaba, parada al principio del camino, experimentando por primera vez la sensación de alivio.



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