Game over Frida
5
Fue en la época en la
que salía con Luciano, cuando la angustia me había tomado de rehén. Recuerdo un
fin de semana en el que no salí de mi casa ni de mi cama. Me levantaba a buscar
agua y volvía haciendo “Pan y queso” sin alzar la mirada. Nada tenía sentido, y
ahora, tal vez tampoco, pero en ese entonces no tenía ni la más mínima
esperanza de que algo pudiera cambiar.
Mi mamá se fue a
hacer las compras y aproveché para llorar a los gritos. Alba me tocó el timbre
para ver si estaba todo bien y le dije que estaba ensayando una escena para una
obra de teatro. Al otro día se encontró con mi mamá en el ascensor y le
pregunto dónde hacía teatro, porque quería mandar a la nieta. Y entonces mi
mamá me reprochó no haberle contado que hacía teatro. Esas eran las creaciones
de Alba.
Me daba mucha
vergüenza sentirme así y me volvía más neurótica no saber por qué. Mi familia
estaba bien, tenía novio, amigas, y estaba en el último año del secundario, con
lo cual me la pasaba planeando cómo juntar plata y festejando, sabiendo que se estaba
terminando la etapa de la joda y que pronto empezaría la del terror. Si tuviese
el poder de volver a esos años con la experiencia de ahora, erradicaría los
festejos y propondría duelar un día entero por lo que vendrá.
Una parte de mí se
adelantó. Quería parar de llorar y de pensar cosas horribles, pero cuanto más
me lo proponía, menos lo lograba. Cerré la puerta de mi pieza con llave y agoté
todo el líquido que había en mi cuerpo.
Ya deshidratada, mi
hermana golpeó la puerta y me dijo:
-Nena, el teléfono -así nos tratábamos.
No le contesté.
-Es Luciano -agregó.
Me sequé las lágrimas
y lo atendí como si no me pasara nada. Mostrarme tan vulnerable me aterraba. Me
preguntó por qué tenía esa voz, y me justifiqué con un resfrío. No me daba
miedo decir que estaba mal, me asustaba no saber qué responder cuando me
preguntaran “¿por qué?”. Me dijo de hacer algo esa tarde, yo le dije que ya
tenía planes con mi familia (y rogué que mi hermana no se lo cruzara y
desenmascarara mi depresión).
Cuando corté, las
lágrimas se habían petrificado y me sentía menos peor. Ese día aprendí un truco:
si en vez de acrecentar mi angustia actúo que estoy bien, una parte de mí se lo
termina creyendo. Eso me ayuda a reponerme.
Miraba fijo el techo:
humedad a la izquierda, descascarado a la derecha, y un póster de Frida
enfrente. No sabía mucho de ella, pero esa foto me gustaba, me transmitía paz.
Tenía dos opciones: seguir llorando, o mirarla y pedirle que me ayude a
encontrar la respuesta. Jamás me había sentido tan ridícula como la tarde en que
le hable a un póster.
Así, por primera vez,
entendí el sentido de las estampitas y los atriles que hacía mi mamá. Yo
pensaba “esta vieja loca”. Para algunas personas, el dolor es tan insoportable
que son capaces de hacer cualquier cosa con tal de no sentirlo; por ejemplo,
hablarle a un póster.
Dos semanas antes de
ese episodio le conté a una amiga que no me sentía muy bien y me dijo: “Gorda,
no te preocupes, mañana nos ponemos en pedo y todo se pasa”. Esa respuesta me
sacó las ganas de compartir emociones con mi entorno. No me cae bien
generalizar, pero casi todas mis amigas eran de ese pensamiento. Y Fiorella, la
única que podía regalarme unas buenas palabras, estaba ocupada con su nuevo
novio.
También adquirí la
destreza de camuflar los estados desagradables en mi casa. Mi familia tampoco
podía comprender lo que yo sentía, así que prefería hacer como que estaba bien.
Me resultaba muy
difícil encontrar con quien compartir el dolor sin que me dijera
cosas indignantes o se pusiera de ejemplo por sobre mi relato. Necesitaba a
alguien que me viera llorar y me contemplara en silencio. Frida lo sabía hacer
muy bien. Me comprendía, lo leía en su mirada.
Con el tiempo me
repuse de aquel fin de semana. No porque lo hubiera resuelto, más bien me
entretuve con otras cosas. De vez en cuando tenía crisis que me llevaban a
hablar con Frida, pero mientras yo experimentara sentimientos positivos, se
convertía en un póster más.
Cuando terminé mi
relación con Luciano, me había vuelto una persona intratable. Y entonces me vi
obligada a pedir ayuda de verdad.
Gladys, mi psicóloga,
desplazó a Frida. Llegué a su consultorio con la mochila llena de basura acumulada
durante años.
Su lunar arriba del
labio me hipnotizó, no podía mirar para otro lado por más que quisiera.
-Bienvenida, Fidelina, contame qué te trae por acá.
-Mi nov-... exnovio -contesté rudamente.
Se quedó callada,
supongo que para que yo aportara alguna información más. Pero la impotencia es
lo único que me saca las ganas de hablar.
-¿Qué pasó?
-Me dejó, se fue con mi amiga -le dije mirando fijo su lunar.
Se hizo un silencio
incómodo.
-Mi mamá está deprimida.
-¿Y vos cómo estás?
-Mi papá falleció en un accidente hace dos años.
Comprendí muy bien su
pregunta, pero me escapé hasta que no encontré más salida. Y entonces exploté
en llanto.
Después de esas
palabras mágicas, desapareció la tensión y pude empezar a salir del laberinto.
Tenía que decirlo,
deseaba contarlo. Allí estaba, parada al principio del camino, experimentando
por primera vez la sensación de alivio.
Comentarios
Publicar un comentario