El juego de la energía
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Hace unos meses, en abril, cumplí 29. Soy de Aries, pero no
creo en el horóscopo. Y no sé si creo en Dios. Tampoco sé si creo en mí.
Pero hay algo en lo que sí creo: en las hadas. Mi mamá me
las presentó a los cinco años y me dormía pensando en ellas, deseando algún día
cruzarme con una. En la primaria una compañera me decía que no existían, y yo
defendía mi postura con argumentos mejor que un político. Una vez me citaron en
la dirección porque la pelea terminó con un tirón de pelo, todo por defender a
las hadas. Todavía me río cuando me acuerdo de eso.
Lo loco de la vida es que me cruza con personas que están
peor que yo. Mi amigo Pablo, con casi 30 años, asegura que existen los unicornios.
Pienso que la partida de mi papá me conectó con algo que
estaba latente. Siempre sentí atracción por lo místico, por lo que no podía
explicar desde la razón.
El ratón Pérez era uno de mis dioses. Me arrancaba los
dientes con un hilo atado a un picaporte (eso se usaba en mi época) solo para
intentar verlo. Mi mamá, para seguirme el juego, les pedía a sus compañeros de
trabajo que escribieran las cartas para que yo no reconociera la letra. Aunque
Elvira me hace enojar, reconozco que estaba en todas.
A veces me pregunto si mi familia funcionaba bien o si yo
creía eso porque no tenía la capacidad de cuestionar nada.
El alucinante episodio que sembró la semilla de la
curiosidad por la mística sucedió en unas vacaciones.
Fuimos con mi familia y mis primas a una casa en La Paloma,
Uruguay. Norberto, un amigo de la infancia de mi papá, vivía allí con su
familia. La casa era inmensa, más desde mi percepción: dos pisos y tres baños
eran suficientes para considerarla una mansión. En ese entonces yo tenía 12
años, y las hijas de Norberto, 15 y 18. Una tarde, la mayor sugirió que jugáramos
al juego de la Copa. Yo no sabía en qué consistía. Me gustaba mucho jugar al
juego de la Oca y era experta en el Ludo, y como la propuesta incluía la
palabra “juego”, no pude negarme. Contó que lo practicaba con sus amigas todos
los fines de semana, y al parecer se divertían mucho.
Estábamos las tres en un quincho. Ella corrió hasta el
living y sacó una copa del mueble de algarrobo. Me pidió que buscara una hoja y
una lapicera en su habitación, y a Laura le pidió que le alcanzara una tijera. Ambas nos miramos sin
entender mucho, pero fuimos y volvimos con los objetos en la mano.
Muy compenetrada, escribió el abecedario y comenzó a ordenarlo
de forma circular sobre la mesa de vidrio. Y entonces empecé a entender.
-¿Esto no es lo que
jugaban en la OUIJA?
Para tranquilizarme, respondió:
-Sí, pero no
exactamente.
Miré a Laura y le dije con los ojos que quería irme, pero
no me leyó; su curiosidad no la dejaba escuchar nada que no fueran las
instrucciones. Deseaba teletransportarme a la playa con mi mamá, aparecer en el
colegio, con tal de no estar ahí.
-Apoyen el dedo acá,
pero dejando marcada su huella dactilar. Suave.
-¿Así? -pregunté.
-No, más en la punta.
Que toque el vidrio apenas.
Mi mano temblaba.
La “médium” cerró la puerta, abrió la tijera, la dejó a un
costado del círculo y apoyó el dedo al lado también.
-Espíritu, ¿estás ahí?
-dijo con cierta
timidez.
La copa comenzó a moverse para el lado del SÍ. Por la
fuerza que hacía y el entusiasmo que ponía, habría jurado que era Laura la que
acercaba la copa hacia el lado afirmativo. Hasta que se le cayó la tijera y
sacó la mano para levantarla, y entonces vi que la copa no sintió su ausencia y
continuó su camino tal como venía haciendo.
-¿Querés jugar con
nosotras? -preguntó Soledad, que
dirigía el juego.
La copa se movió hacia el SÍ otra vez. Mi mano temblaba.
Laura me cargaba, decía que seguramente era yo la que la movía por el miedo. Le
juré que yo no estaba haciendo fuerza. La copa siguió moviéndose sola. Fue a la
F, a la I, a la D, a la E. Estaba escribiendo mi nombre. Cuando entendí que me
estaba llamando, saqué la mano y me quedé quieta. La copa se detuvo.
-¡No podés sacar la
mano cuando quieras! ¿Qué te pensás, que es el “Chancho va”? -dijo Soledad en un
tono no muy dulce.
-Pero me está
nombrando…
-¿Y qué tiene? Te
puede querer decir algo lindo.
-Es que no sé si estoy
preparada para que alguien que no existe me hable.
-¿Cómo sabés que no
existe? Hay muchas cosas en las que no creemos, pero no porque no sean reales, sino
por miedo, ¿sabés?
La miré confundida.
-Voy a hacerle una
pregunta. Si me contesta bien, volvés a poner el dedo. ¿Estamos?
Laura observaba atenta. Nunca me lo dijo, pero creo que
estaba como quien dice “cagada en las patas”.
Soledad hizo una pregunta, pero ahora la copa estaba
inmóvil. Esperamos un minuto y nada, seguía en el mismo lugar.
-¡Bueno, está bien!
Pongo el dedo, pero si me llego a morir, le decís a mi papá que…
-¡Terminala, pelotuda!
¡Poné el dedo y callate! -interrumpió Laura.
No me dejó ni pensar. Coloqué el dedo en la posición
inicial tocando apenas con la yema, y entonces la copa continuó su viaje. Y
escribió: “Fidelina, tenés mucha energía, vos dirigís el juego”. Mi cara fue
desconcertante.
-Hacé las preguntas
vos -dijo Soledad.
Le pregunté “¿Cómo te llamás?”. Arranqué con timidez, como
si me estuviera encarando un pibe. Pero luego me fui soltando. Pasamos tres
horas hablando. Se llamaba Marga, nos hacía chistes y nos contestaba nuestras
preguntas plomazo: “¿Me voy a casar con Javier?”, “Bruno no me habla, ¿está
saliendo con Johana?”, “¿Voy a tener hijos?”. Creo que nuestras preguntas de
Susanita acabaron cansándola. Al final nos pidió que rompiéramos la copa, así
que lo hicimos. Soledad cerró la tijera para “cortar la energía” y terminamos el
juego sonrientes, agradeciéndole por su tiempo.
Unos años después volví a jugar con amigos y amigas, pero
no fue lo mismo: se reían y hacían humoradas sobre el tema, así que me enojé y
guardé todo.
Sin embargo, para Laura se convirtió en un hábito. Prácticamente
había cambiado las noches de boliche por jugar con una copa. Una de esas noches
estaba en eso con sus amigas y, al parecer, según su quizás exagerado
testimonio, la mesa se elevó unos veinte centímetros del piso. Fue tal el
“julepe” que se pegaron que no quiso volver a agarrar una copa ni para tomar
vino.
Para ser honesta, a veces me dan ganas de ponerme a
recortar letras y ver si puedo comunicarme con mi papá. Pero tal como me pasaba
a los 12, me da miedo.
Aquella tarde aprendí varias cosas. Una, que los espíritus
hablan en clave: les tenés que pedir que respondan en castellano, porque, si
no, contestan cosas como ARX426. Dos, que yo tenía una energía especial, Marga
me lo había develado. Y lo más importante: que cuando lloramos de soledad, no
estamos teniendo en cuenta que hay alguien más abrazándonos más allá de lo que
nuestros ojos pueden percibir y que por alguna razón elegimos no verlo. Porque
nunca estamos sol@s. Me lo enseñó Soledad, valga la redundancia.
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