Máscaras

11

El viaje cambió la perspectiva de mi mundo, me dio vuelta patas para arriba, como diría el gran Galeano. Volví sintiéndome nueva, pero pesada. Los primeros días fueron euforia, anécdotas, reuniones, mates y regalos. Un mes de estímulos es suficiente como para no querer regresar a la rutina.
Pero después descargar tanta emoción, una sensación extraña comenzó a aflorar dentro de mí. Me golpeaba de vez en cuando, y con el correr de las horas empezó a hacerse más presente. Los días parecían más largos y mi mente me torturaba: “¡Retrocediste! Viviendo de nuevo en lo de mamá, ¡ja!”, la oía decir cuando andaba con la guardia baja. No lograba hallarme, lloraba a escondidas por cualquier cosa. No sabía cómo adaptarme de nuevo a mi cama de la infancia, pensaba en mi ex sommier, en mi monoambiente, en mis cuadros y en el palo santo que prendía todas las mañanas, y entonces deseaba con todas mis fuerzas volver a esas cosas.
Las dos veces que de chica mi vieja me encontró llorando por cuestiones de amigas y escuela, me dijo lo mismo:
—Ay...¿Por qué estás mal? ¡No es tan grave! —como desmereciendo mis emociones. Así que es eso lo que yo había aprendido, a desmerecerme. Estuve mucho tiempo dejando de lado los sentimientos negativos. Cuestionándome por sentirme triste. Me preguntaba: “¿Cómo puedo ponerme así porque se me cerró el Word? ¿O porque un chico me ignora?”. Vivía descalificando mi angustia y pensando que hay cosas peores. Así fui tragando mis sentimientos. Envenenándome. Intentando controlar algo que hasta ahora nadie en la tierra pudo, creyendo que, en cambio, yo sí lo iba a poder manejar. Me juzgaba por estar triste, “Yo no puedo estar así por esto, si pasé cosas peores”. Me avergonzaba de que los demás me vieran mal y me forzaba a sonreír. Me obligaba a estar radiante, aunque creo que soy una pésima actriz. Veo fotos de aquella época y pienso que me habría venido bien algún curso de actuación. Escondía mis sentimientos y me incomodaba que alguien me viera llorar. ¿Cómo una mujer que está siempre alegre va a estar tan mal? Traté de hacer mis lágrimas a un lado, pero siempre, de alguna u otra manera, se me escapaban. En cumpleaños, juntadas e incluso viajes en colectivo. Me había convertido en un cóctel de emociones y sentimientos, y la frustración se preparaba para explotar.
Salí con cuanto hombre se me cruzó. Solo bastaba que me demostraran una mínima dosis de cariño para que termináramos en un telo. No lograba encontrar lo que quería, y eso me llevaba hacia la autodestrucción. Deseaba conocer un hombre que pudiera resolver todas mis carencias y necesidades de afecto; por supuesto, no solo no lo lograba, sino que ocurría contrario. Salíamos una noche y luego no me escribían más. Me preguntaba: “¿Qué hice mal? ¿Le habré parecido ridícula? ¿Habré dicho algo inoportuno? ¿Seré aburrida en la cama?”, entre otros pensamientos absurdos y masoquistas. Quería volver con Gladys pero no tenía plata, y además una parte de mí sabía que podía resolverlo por mi cuenta.
Me resistí hasta que la máscara se me empezó a despegar. Caminaba mucho escuchando música, pero una tarde apagué el reproductor y anduve sin ninguna distracción en mis oídos, con los auriculares puestos. Como si quisiera escucharme solamente a mí. Me invadió un escalofrío. Había llegado el momento que venía esquivando hacía dos meses. La angustia me acorraló y no me quedó otra opción: la abracé. Me animé y acepté que no estaba sola. Empecé a pensar que sí, que me puedo sentir mal y que está bien que lo grite, lo exprese y me permita hacerlo carne.
Rompí en llanto y me senté en la puerta de una casa. Pasaba gente caminando y algunos miraban de reojo, como si no quisieran hacerse cargo de la situación. Otr@s directamente ni se percataban de mi persona. Hasta que dos mujeres —una señora de unos sesenta años y una piba de unos veinte— se me acercaron para ver si necesitaba algo. La señora me abrazó, me miró a los ojos y, acariciándome la frente, me dijo: “No sé qué te pasa, tampoco quiero que me cuentes si no querés, pero quiero decirte que esto va a pasar, así como pasaron otras cosas, y vos vas a salir distinta y transformada de esta angustia. Qué aburrida sería la vida si sonriéramos todo el día como quieren los demás, ¿no?”. Me tocó la mano y se fue.
Por primera vez en mucho tiempo había permitido que mi alrededor me viera tal como era y había experimentado algo que en ese entonces no tenía nombre: sororidad.
Recuerdo, como contrapartida, la cara de asco de un hombre de unos treinta años que pasó justo en ese momento y que me hizo pensar: “Soy muy desubicada”. La presencia de estas dos “mujeres-ángeles”, en cambio, me llenó de paz.
Hoy me pregunto qué tiene de raro llorar así. ¿Acaso es inmoral ver a una mujer desfigurada por la angustia? ¿O será que los patrones de belleza socialmente aceptados no pueden concebir que las mujeres no estemos sonriendo y siendo amables todo el tiempo? ¿Por qué no podemos putear, usar palabras vulgares, entre otras “prohibiciones”?
Se me vienen imágenes de mi mamá, siempre sonriendo y tapando la angustia como si fuese un pecado mostrarse vulnerable. O mi tía, haciendo el papel de la mujer maravilla cuando puertas adentro soportaba que el hombre con el que convivía (no puedo llamarlo “tío”, ese hombre no tiene nada que ver conmigo) la golpeara.
A pesar de haber vivido momentos que me transformaron, tan lejos de mi entorno, poniendo a prueba mi capacidad de supervivencia en un viaje alucinante, yo todavía no confiaba en mí. No creía en mi poder, en todo lo que era capaz de hacer. Las palabras del resto me destruían. No tenía filtro, me disparaban y me herían porque no confiaba en mí. Empecé por aceptarlo y así fue como pude transformar mi dolor.
Y sí, finalmente me di cuenta de que estaba haciendo algo mal, muy mal: no quererme. Esa tarde sin música y sin máscaras me sentí tan bien que pensé: qué lindo es ser humana.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Una dosis de dolor

Game over Frida

El juego de la energía