La mancha de la pubertad

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“¡Fidelina, arriba! ¡Vamos!”. La voz de mamá se infiltró en mis sueños. Luego los ojos se abrieron para ir al colegio. Me dirigí al baño chocándome con las paredes, como todas las mañanas. Alicia, la maestra de quinto grado, era muy agradable, y ese año fue uno de los pocos que me dieron ganas de ir a la escuela, así que procuraba hacer todos los trámites matutinos con rapidez para no llegar tarde y evitar que me llamen la atención. Luego del susto que me pegué cuando citaron a la mamá de Micaela para preguntarle por qué nunca cumplía con el horario, me convertí en una niña un poco menos irresponsable.
Me senté en el inodoro, aunque este día fue diferente a todos. Me encontré gritando “¡Mamáaaaaaaa!” como hacía muchos años. Me asusté al ver una mancha roja en mi bombacha, pero más pánico me dio la cara de mamá cuando la contempló.
—¡Ay, hijita! ¡Ay, hijita! ¡Tan chiquita!
—¿Qué?
—¡Ya no sos más hijita, andá a mostrarle a tu padre!
—¿Qué cosa?
—¡Esto! —contestó con la voz más aguda que de costumbre por la emoción.
Allí fui, con el short cuadriculado del pijama puesto y la bombacha en la mano, a mostrarle a mi papá el gran acontecimiento. Entendía más un problema de Matemática que eso que me estaba pasando; sin embargo, mi parte más astuta me decía que lo que estaba haciendo era un papelón. Las propuestas de mi mamá a menudo me conducían a la vergüenza, y gracias al crecimiento de mi poder de discernimiento dejé de obedecerlas. Pero no fue así esa mañana. Con esta historia fui mezquina, no la compartí ni con mis amigas.
Mi papá roncaba como un rinoceronte, y yo me paré al lado a ver si lograba ver mi actuación de estatua con la bombacha en la mano. Hasta ese momento, y por algunos años más, mi papá fue incuestionable.
—Papi, papi.
Roncaba.
—Paaaaaaaaaaa —recuerdo que le dije sacudiéndole el hombro derecho.
Abrió los ojos y me miró fijo. Respiró enfrente de mi cara con aliento a búfalo podrido y me dijo:
—¿Qué pasa?
—¡Mirá!
Se agrandaron sus pupilas y me abrazó.
Todavía no sé cómo, con un papelón de tal magnitud, logré obtener un abrazo.
Primera hija, y lo que puedo deducir es que ambos vacilaban entre la ignorancia y las ganas de innovar. Con mi hermana la tenían más clara, pero ya estaban con menos energía. Ella se vio beneficiada en muchas cosas; por ejemplo, mamá no le organizó una cena para festejar la indisposición o, como decía ella, “la cena de la mujer”.
Esa noche Nélida cayó en casa (igual que en todas las reuniones) con una fuente de vidrio con pollo en escabeche, envuelta con film y chorreando aceite. El olor se sentía desde planta baja, y era imposible no querer abalanzarse sobre su cuerpo achicharrado para quitarle la comida. Mi tío Rubén, su mujer Estela y mis primas Laura (9) y Guadalupe (13), con quienes tramábamos las más simpáticas travesuras, también formaban parte de esa reunión bochornosa.
Mi hermana se acuerda de esto hasta el día de hoy, y cada tanto, me dice: “Venite a comer a casa, que organicé la cena de la mujer”, acompañado de un “Jajajaja”.  
Con Laura siempre me llevé mejor que con Guadalupe. No solo por la poca diferencia de edad, sino más que nada por su impulsividad y picardía. Tenía buenas contestaciones, proponía juegos divertidos y siempre salía con alguna ocurrencia que nos hacía reír fuerte, y entonces los grandes se nos acercaban: “¿Qué pasa por acá?”. Laura me generaba… admiración. Sí, eso mismo, admiración.
Los domingos al mediodía solíamos ir a comer afuera las dos familias. Un mediodía estábamos en un restaurante. Procurábamos comer rápido para luego ir a vagar por ahí, así no teníamos que aguantar a los grandes hablar de política, de dinero, el relato insoportable y predecible de las mismas historias.
Queríamos sorprendernos, tener algo nuevo de que hablar, y lo buscábamos.
Éramos verdaderas niñas exploradoras y hacíamos un buen dúo. Con el tiempo, la vida nos separó. A pesar de las diferentes juntas y proyectos, Laura es de esas personas a las que voy a adorar por siempre, aunque no hablemos nunca.
Recuerdo que esa tarde nos pusimos a jugar las tres a las escondidas. Mi hermana estaba en la panza de mi mamá y yo estaba un poco más dicharachera que de costumbre. Guadalupe contaba hasta cuarenta atrás de una columna. Laura y yo nos ocultamos debajo de una mesa. Comencé a gatear delante de ella y, en el camino, encontré un poroto. Me llamó tanto la atención que lo agarré. Laura, que estaba al lado mío juntando pelusas con las rodillas, me señaló el zapato de una mujer que estaba salido. No lo dudé, arrojé allí el poroto, el cual se acomodó como pieza de tetris en el talón de la sandalia. Ambas nos miramos y salimos corriendo, tan tentadas que nos olvidamos de que Guadalupe estaba contando. Nuestra misión estaba cumplida. Pero “la comandante” estaba llena de ira porque la hubiéramos dejado afuera de nuestro plan macabro, y fue hacia mi mamá y nos delató. Afortunadamente no trascendió, porque dijimos que era mentira, con caras de pobrecitas. Tampoco se interesaron mucho en investigar.
Me pregunto cuál habrá sido la reacción de la pobre mujer cuando se levantó, y si seguirá sacándose los zapatos en los lugares públicos.
Las anécdotas de mi infancia con mis primas brotan en mi memoria como planta en primavera. Recuerdo otro domingo en el que fuimos a comer a un lugar especializado en mariscos, y mi papá se había pedido caracoles (era fana de esos platos raros). A mí me daba mucho asco, y mi prima Guadalupe me retó a comer dos caracoles por $10.
Ni lo dudé (ya se percibía mi tendencia materialista). Respiré hondo, succioné de su caparazón dos caracoles con salsa y me los tragué cual ibuprofeno. Guadalupe no se veía muy contenta, pero no le quedó otra opción que pagarme.

Ya estábamos acostumbradas a compartir comidas, así que la cena de festejo no tuvo mucho de nuevo, salvo algunas preguntas. “¿Cómo te sentís?”. El brindis fue: “Por Fidelina”, con mi papá en la cabecera de la mesa levantando su copa traída “del Congo” y con su mirada firme y no laxa, como la llevaba en la última discusión.
A veces creo que con los años las personas van perdiendo la inocencia, y con ella, la alegría. Es como si el dolor de la experiencia les robara el alma. Eso sucedió con mi papá.

Un día después, cuando llegué a la escuela, todas mis compañer@s sabían que me había hecho señorita. Mi prima Guadalupe se había encargado de contarle a una de mis amigas, con quien se veían en las reuniones del coro de la escuela.
Mis primas y yo egresamos del mismo colegio. Y gracias a la maldad de Guadalupe, esa semana fui el centro de la atención. El primer día me dio vergüenza y sentía ganas de vengarme. Después me acostumbré, y la verdad es que no me disgustaba que estuvieran todas a mí alrededor haciéndome preguntas. Internamente me sentía “la pionera de la toallita”, y me resultaba gratificante poder contar mi experiencia sobre algunas cosas que la mayoría todavía no había experimentado. Mi pubertad fue linda, aunque me sentí desorientada. Tenía menos información que la revista Cosmopolitan.
Una mañana en el colegio me agaché para buscar un sacapuntas y me golpeé un pecho con el escritorio. El dolor fue tan grande que llegué a mi casa y le relaté a mi mamá lo que me había sucedido. Me toqué y descubrí dos bultos, uno de cada lado, que me dolían mucho. Elvira es tan trágica que sacó turno con la ginecóloga y se preparó para lo peor. Pero esas dos “mini protuberancias” terminaron por convertirse en mí no muy bien recibido y acomplejado talle cien de corpiño.


 

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