Ropa sucia fuera

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Parte uno

Al mes de conocer a Gladys, una tarde posterior a una sesión de esas que te acomodan las placas tectónicas, llegué a mi casa y me senté enfrente de mi placard. Di como mínimo diez vueltas en la silla observando mi habitación. Sentí desesperación al encontrarme con que nada de lo que veía allí me definía.
Cuando abrí la puerta del ropero, se me cayeron dos carteras en la cabeza. Agarré todas las demás y las tiré al piso con todas mis fuerzas. Las camisas, las remeras, los vestidos. Me dio placer arrancar los pósteres que estaban en el mismo lugar desde mis quince años. Sobre mi cama tiré adornos, fotos y todo lo que había quedado en el armario. Y entonces cayó una caja, que estaba forrada con un papel estampado de flores rosadas, y se abrió por el golpe. Tal como ocurre con los humanos. La caja contenía, entre otras cosas, una tarjeta que me habían regalado papá, mamá y mi hermana para mi séptimo cumpleaños. Era una tarjeta musical que sonaba cada vez que la abrías. La abrí segura de que las pilas ya estarían gastadas, y, para mi sorpresa, empezó a sonar la dulce melodía. Me invadió una emoción muy fuerte, mezcla de tristeza y un impulso poderoso y muy confuso, como si tuviera ganas de deshacer y, al mismo tiempo, construir algo.

Corrí a la cocina y agarré tres bolsas de consorcio. Mi mamá me vio y se extrañó:
—Hija, ¿estás bien?
—Sí, mamá, mejor que nunca.
Remeras que me quedaban chicas, vestidos agujereados, zapatos que se habían dejado de usar en el año 2000. Recuerdos de vacaciones, suvenires de fiestas de quince, trofeos de no me acuerdo qué campeonato, ositos de peluche llenos de polvo, pósteres y carteles pintados por mis amigas, regalos de mis ex... Toda una etapa de mi vida se fue con la limpieza del siglo. La melodía de la tarjeta de música me acompañó durante todo el ritual. El balance cerró con siete bolsas de consorcio y mi pieza casi vacía, muy parecida a como estaba antes de habitar el departamento. Fui con las bolsas hasta la entrada del edificio y las dejé para que se las llevaran. Respiré profundo y volví a entrar con veinte kilos menos. Cómo habrá sido la depuración, que me crucé con Alba y me preguntó si me mudaba.
Es tan placentero tirar cosas que debería ser considerado un plan, como ir a tomar cerveza con amig@s.
Cuando mi mamá entró en mi pieza, puso cara de horror, la misma que pone cuando descubre que no le leudó el bizcochuelo.
—¿Qué estás haciendo?
—Tirando cosas, mamá.
—Pero, ¿por qué no me consultaste?
—Porque son mis cosas —le contesté ya cansada.
—No me digas que tiraste el adorno tan lindo que te había traído tu tía de Brasil...
—Sí.
—¿Y el vestido de tus quince? —preguntó sollozando.
—También. A alguien le va a servir. Tal vez lo pueda hacer plata.
—Ay.
—¿”Ay” qué, mamá? ¿Querés que haga como vos, que tenés la habitación tan cargada de cosas del pasado que ni siquiera podés entrar? Hay noches que dormís en el sillón con la excusa de “me quedé dormida” para no tener que encontrarte con todos los recuerdos que vos misma conservás porque no podés soltarlos. Yo no quiero eso para mí.

Fue la primera vez que la escuché a mi mamá dar un portazo. Y también la primera vez que yo no salí corriendo atrás de ella.


Parte dos

—Lo quiero cortito como Dolores Barreiro —le dije al peluquero.
—¡Qué cambio, nena! Me encanta —contestó con su tono agudo.
Las palabras de Silvio, mi peluquero, siempre me motivaban. Digo “mi peluquero” para sentirme importante, pero creo que hasta ese entonces habría ido unas cinco veces.
Fue un cambio importante, porque tenía el pelo largo hasta el sacro. El sonido de la tijera y el pelo cayendo al piso me trajeron la voz de mi papá. Él siempre me hacía bromas, y una de ellas agarrar una tijera y simular que me cortaba el pelo. Yo le decía: “No, papá, nunca me lo voy a cortar”. Ese día confirmé eso de que “nunca digas nunca”. Y mis miedos fueron cayendo al piso con cada mechón de pelo.

Salí de lo de Silvio casi en shock, pero no de keratina: emocional. Me miraba en el reflejo de las vidrieras y no podía creer lo que había hecho. Estaba sorprendida, pero iba sonriente, con la sensación de cargar una mochila mucho más liviana.
Paré en un local de ropa que tenía un vestido rojo y negro hermoso en la vidriera. Estaba de oferta. Entré, me lo probé y me encantó.
—Me lo llevo puesto —le dije a la vendedora.

De pronto quería ver gente, porque sentía que tenía algo lindo para contar. Algo del entusiasmo perdido comenzó a reaparecer. Y siempre le digo a Gladys que ella fue la autora intelectual de ese cambio.
La cara de mamá cuando me vio entrar con el corte de Dolores Barreiro —o de Carlitos Balá— fue memorable. Ella, que toda su vida había conservado por los hombros su pelo color caoba:
—Ay, Fidelina, ¿qué te está haciendo esa mujer?
—El peluquero se llama Silvio.
—No, esa mujer a la que vas una vez por semana.
—¿Gladys?
—Sí, esa Gladys —dijo despectivamente.
—Me está ayudando a ser quien quiero ser.



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