Libertad

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¿Qué pasa si vendo todo lo que tengo? ¿Qué pasa si me despojo de todo? Esas fueron las preguntas que desencadenaron mi viaje. Mi cuerpo me lo pedía, necesitaba irme lejos, sola, o no tan sola: conmigo. Hace unos años me quedaban tres materias para recibirme de licenciada en Administración, y ahora también, porque nunca me recibí. Ese día estaba en mi monoambiente, mirando fijo los resúmenes de Teoría de la Decisión, y de pronto sentí que, por primera vez, iba a aplicar algo de todo lo que había estudiado. Había estado toda la semana buscando pasajes. En eso, encontré una oferta a Barcelona, agarré mi tarjeta de crédito, que me había prometido no usar nunca más (después de la deuda que tuve que levantar, lo cual significó vivir a arroz con huevo durante seis meses), salvo que fuera muy necesario. Esto era necesario. Sabía que no era un capricho, creo que por primera vez necesitaba de verdad lo que estaba a punto de comprar. Me temblaba la mano del mouse, pero era tan fuerte mi deseo de viajar que hice clic. Cuando me llegó el mail que decía “Tu vuelo es el 2 de noviembre” sentí taquicardia. Faltaban dos meses para mi mayor aventura, y ahora mi desafío era calmar la ansiedad. Fumar y mirar porno fueron las actividades elegidas para encontrar un poco de paz. Sonó mi teléfono, era mamá. Me hizo las preguntas típicas: “¿Cómo estás?”, “¿Necesitás algo?”, “¿Te abrigás? Anoche hizo un frío bárbaro”, hasta que llegamos a la parte más interesante de la conversación.
-¿Cómo vas con el estudio? Ya estoy preparando los huevos para diciembre. Tu padre estaría tan orgulloso.

-Maso, ma. Tengo la cabeza en otra. Y te cuento que no me voy a recibir en diciembre, eh.
Se hizo un silencio mortal, como el que ocurre cuando una persona le dice a otra “No quiero estar más con vos”.
-¿Cómo que no...? ¿Rendiste mal alguna materia?
-No. Me voy de viaje.
-¿Qué?
-Sí, acabo de sacar un pasaje Barcelona y no sé cuándo vuelvo.
-¿Vos estás loca? ¿Y con qué plata vas a vivir allá? Lo que ganás apenas te alcanza para pagarte una pieza.
-Es un monoambiente, mamá.
-Bueno, es lo mismo. ¿Pretendés irte a Europa y encima no recibirte?
-Sí. ¿Algo constructivo que quieras aportar, o terminamos la conversación acá?
El miedo estimula la creatividad pero para el lado de la tragedia... Siempre nos hace pensar que puede pasar algo horrible, pero solo dos de cada cien veces tiene razón. Las demás, nos impide experimentar, es decir, nos frustra.
Mi hermana repetía las palabras de mi mamá, así que en ninguna de las dos personas más cercanas pude encontrar el apoyo que necesitaba. Mi mejor amiga de la facultad, Guillermina, ella sí me bancó. Guille es de esas personas a las que les puedo estar contando que hice lo peor y más vergonzante del planeta y ni siquiera así me juzgarían. Una vez le conté que había ido a tocarle el timbre a un pibe que salía de vez en cuando conmigo. Esperaba que me dijera que estaba loca, y en cambio recibí un “Te admiro. ¿Cómo te sentís?”. Ella es una caricia a mis prejuicios, y la persona a la que realmente eché de menos los meses que estuve recorriendo -mejor dicho, aprendiendo- el mundo. 
Una semana antes de partir dejé el departamento. Mi mamá, entre quejas, me recibió algunos muebles, pero la heladera se la vendí al portero, con tal de no escucharla más. “¿De dónde querés que saque espacio? ¡No tengo lugar para tus delirios!”. Dejar de escuchar su voz por unos meses me sanó.
No entiendo por qué sentimos la presión de tener que llevarnos bien con nuestros familiares de sangre. Nunca lo entendí. Son personas con las que también podemos tener desacuerdos, e incluso peleas y distanciamientos, como con cualquier otra persona. Existe una especie de presión extra: “Ay, porque es tu madre”. ¿Y? ¿Qué tiene? 
Algunas relaciones son demandantes y tóxicas, nos conflictúan y entorpecen nuestros deseos.
En esa época no lo podía poner en palabras, pero el único vínculo que me hacía crecer era el que tenía con Guille, y fue ella quien me despidió en Ezeiza. Dejé de escuchar su voz real porque me cortó. Pero no voy a negar que algunas de sus palabras me resonaron durante semanas como el hit del verano. Mi parte más insegura se preguntaba: “¿Y si tiene razón? ¿Y si tengo que recibirme porque, si no, voy a ser toda la vida una ‘doña nadie’? ¿Y si de verdad estoy empezando a padecer alguna enfermedad psíquica como locura o impulsividad crónica? ¿Y si hago esto y después mi mamá no me habla nunca más? ¿Y si por esta decisión me pierdo de comer sus sorrentinos para siempre? ¿Y si termino como mi tía Roxy, vendiendo productos Avón y mostrando de prepo mi catálogo a todo mi edificio? ¿Y si pierdo el cariño del ser más importante de mi vida? ¿Y si me conocen por ser la chica que dejó todo para nada?”. 
A veces la mejor manera de ocuparse de la relación con una misma es alejarse de todo.

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